Extraño a mi profe Edith, conversar con ella. Ir a verla al lab mientras fumaba y conversar de la vida. Sentarme, luego de tomar once con pan de Los Saldes en su casa, en la esquina de su casa y contarle mis despanpanantes planes y mis irresponsables aventuras universitarias. Mis escapadas de clases, mis ayudantías locas, mis motivaciones político-academicas, mis miedos y mis pasiones, mis dudas existenciales. Pero no quiero molestarla. Siento, luego de cierta carta, que la agobie, que le quite parte de su libertad y que debo darle el mayor espacio.
Extraño que me rete como una madre, que me mire feo porque dije alguna pelotudez. Extraño su cara de orgullo cuando le digo que pase con muy buena nota un ramo y su consejo cuando ando pelotudiando. Extraño sus reflexiones familares y me apena que no me haya pedido ayuda en todo el año pasado. Yo mientras construyo realidades sobre naipes que juega ella.
Extraño llamarla y no tengo su teléfono. A pesar que me lo dijo, no lo anote a tiempo. Diré que la micro paso muy rápido. Mandarle un mail, lo siento tan frío, aunque llevo semanas queriendo ir a verla. ¿Juntarme con ella fuera de su barrio? No le gusta, siento que la ciudad para ella es ajena y fría. Y aunque quiero visitarla en persona, como acostumbraba, desconozco el número de su actual casa, aunque conozco su calle desde que nací. Son esas contradicciones vitales que nos dan sentidos. Es de esas personas que apuesta a ganador, por quien me la juego en los ramos y a quien le debo, por lo menos, la mitad de que yo este en la Universidad. Y así lo siento.
Extraño a Edith, mi profe, por la cual gran parte del sueño de ser universitario se ha podido cumplir. Y cumplir mucho más de lo que alguna vez soñe.
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