abril 07, 2011

Ahumada 23:35

Esa noche luego de conversar con Renzo, quien no había dormido y estaba experenciando una de sus semanas más intensas de la vida, me fui caminando hacia mi casa desde República. Como los pasos vacíos recorri la acera sur de la Alameda viendo las luces de los autos al pasar, el movimiento de la torre entel y los brillantes carteles en un Santiago menos bullicioso y menos intenso del que hay de 9 a 9. Un reloj con luces rojas sobre la publicidad indica las 23:35

Pocas son las personas que andan por la calle que termina frente a la Casa central de la Universidad de todos los chilenos luego de las 11. Ya no están ni los grupos protestantes, ni las tribus urbanas frente al Eurocentro. Tampoco están los vendedores ambulantes y los kioskos al fin cierran. No hay muchas personas ni vehículos. No hay ruidos. Sólo hay enormes carteles brillantes y luminosos, enormes y grandes publicidades kinéticas que a los tres peatones que se encuentran por el paseo nada les importan. 

Y yo, comienzo a pasar por las lozas que alguna vez fueron rojas, fueron blancas y que ahora tienen incrustadas chapas metálicas que indican los recorridos históricos de la ciudad rumbo a Plaza de Armas. Los escudos municipales son montones y están sobre las farolas remodeladas. Aparecen un par de ejecutivos doblando por Moneda que claramente bien de un café de señoritas y una cuadra después una pareja está sentada en una banca, discutiendo. Él llora y ella lo regaña. De todo hay en la viña del señor. Las cortinas metálicas cubren todas las vitrinas. 

Y luego llego a la plaza y penetrantes aromas se dejan sentir luego de un día de pasos simpaticos, amargos e ilegales. Amargos y simetricos, ilegales y oscuros. Cruzo compañia y apenas veo a lo lejos un bus del transantiago venir. Las lueces son aún más fuertes y la Catedrál se irgue por sobre mi cabeza. Un par de mendigos o vagabundos están compartiendo un pan y un aseador municipal limpia y limpia la mugre que no tiene fin en este lugar. Mugre que impregnamos en los pasos, en los giros y en los movimientos. Mugre que dejamos sobre la loza y que tal vez nunca saldrá de ellas. Mugre, que como los más perniciosos habitos del neoliberalismo se ungen e impregnan en la loza hasta que son parte de ella, parte no solo de su superficie, si no que de su esencia. 

Y luego cruzo Catedral. 

Y llego donde hay peruanos comiendo, conversan muy fuerte y gritandose, discutiendo de sus cosas y las cosas que les competen. Lo que fue el paseo Festival y lo que es el Mall del centro están apagados y solo se ve en el reloj 23:35. De sus negocios, rodeados de vitrinas oscuras, locales pequeños y cortinas bajas que en esa hora no muestran más que rayados y grafitis. Rayados que violentan la vista y el material y el tiempo...

Y luego aparece el final, la curva abierta donde ya se ve mapocho, un puesto de poleras y toallas del Colo, la Cato y la U aún sigue abierto con una señora gorda y poco cuidada mirando todo lo que pasa frente a ella. Las micros doblan de San Pablo hacía el costado del Mercado y los puestos que forman un pabellón comercial antiguo a un costado de la vereda están apagados y fríos por el metal que guarda trapos, ropas, verduras y caramelos. Un fuerte olor a carne quemada y a trago proveniente de la piojera y las luces rojas. Luces rojas como la del reloj que sigue indicando 23:35. El espacio sin gente, el silencio de la noche y la luz de la ciudad sobre todo, sin gente frente al Mercado Central. Ni en la casetta de carabineros hay un paco a quien asustar con la presencia. No hay nadie, tan solo el reflejo de un cartel comercial grande y luminoso que desde el centro indica las 23:35. Tomo un taxi que pasa sólo luego de las luces rojas y me voy, dejando mis huellas en el aire, partiendo hacía mi casa sin más pasos que los dados entre Alameda y Ahumada...

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