by Natalia Vargas @tavavargas
Había comenzado la mañana de la misma manera que comenzó aquella noche en la cual el año nuevo dispuso la permanencia de una nueva vida. A Disposición del planeta, un alma nueva llamada al tránsito poblador en el hemisferio sur desmontó aquella noche la maquinaria para que la vida se creara, en el milagro invisible de dos cuerpos húmedos.
Así fue concebida Sofía, entre medio de los espejismos del alcohol, en el año fatídico en donde la dictadura prorrumpiera en tal fuerte arremetida contra sus contrincantes que sus padres perdieron gran parte de lo invertido en las cosechas ese año. Alguna vez su madre, en tiempos cuando estaba viva, recordó que lo único bueno que sucedió aquel año fue el nacimiento de esa niña de piel blanca, ojos grandes, frente amplia que no necesitó ayuda del médico para llorar, que se silenció con tal disciplina al contacto con los brazos de la matrona, y que miró con implacable tranquilidad a su padre, que en medio de la ruina, entró sin preguntas al quirófano del hospital regional sólo para verla.
Nueve meses exactos luego de año nuevo, Sofía Alegría había nacido con 52 cm y 2,9 kilográmos de peso.
Aquella mañana, cuando despuntaba el alba en medio del campo, al tiempo que recordaba aquellos hechos que la habían traído al mundo mucho antes de su nacimiento, Sofía se despertó sabiendo que en la tarde su padre se iría a la ciudad. Ella, de carácter más tranquilo y templado no quería acompañarlo, no sólo porque se había comprometido con Iris a ayudarla a hacer las conservas para el año siguiente que prometía un invierno descarnado según las palabras de la propia anciana, sino porque quería permanecer un tiempo más ligada al campo después de tantos años alejada. No le importó nada más que la presencia tranquila en aquella casa antigua donde sus abuelos, y los abuelos de sus abuelos habían hecho lo mismo que ella en ese momento, mirar por el umbral de la gran galería de entrada, los cerros oscuros, pero siempre limpios de la cordillera al tiempo que los primeros rayos de Sol se colaban, como oro líquido, por sobre la superficie descascarada de piedra de la cordillera.
El día fue lento, apacible, entre las carcajadas de Esperanza –casi 21 años menor que ella- y las reprimendas de la vieja Iris con esa chiquilla tan enérgica. No, no Había nada en el día que la preparara a lo que venía luego.
El bus partía a las 6.15 desde el único terminal. “La micro” pasaba dos veces al día por lo cual era importante estar a al hora, o tendrían que esperar al otro día, despertarse cuando aun estaba a oscuras e ir a esperar el bus a la parada. Posibilidad que estaba totalmente fuera de discusión porque “la niña podría tomar resfrío en medio de tanta helada… es verano pero las mañanas siguen siendo igual de frescas que en primavera” como lo recordó sabiamente la Anciana.
Y ahí estaba Sofía, con las manos sobre la cabeza de Esperanza que la miraba curiosa, como siempre lo hacía, sacando cuentas de los dos kilos de azúcar que le faltarían para terminar las mermeladas y que en la noche, luego de terminar de limpiar la fruta, podría ir a escribir o leer a las orillas del fogón de la cocina de la anciana al tiempo que a las afueras se servía la comida a los peones que recién regresaban de la faena diaria. Refugio, su padre, la miraba impactado por el poco cambio que había tenido su hija luego de su nacimiento. Con la misma mirada, con la misma piel de nácar, con los mismos ojos grandes y frente ancha, no podía entender qué era lo que hacía en ese lugar perdido de la mano de Dios cuando las posibilidades de la Ciudad se le entregaban a manos llenas. Porque vivían en la ciudad, muy cerca del campanario al cual casi dos años ya, iban a misa todas las mañanas como lo pedía Paz, una de sus hijas menores, a pocas cuadras de la gran universidad en los cerros de la ciudad para las exigencias de Clara, con teatros y conciertos casi diarios para las eternas prácticas de Estela, con los mejores colegios para Amparo y unas prominentes posibilidades para la carrera de Soledad.
Pero ahí estaba Sofía, sonriendo aun con las tonteras de Esperanza, con el delantal lleno de manchas de duraznos, frutillas, manzanas, ciruelas y moras recién cortadas. Con las manos con llagas por la roza mosqueta, con el rostro pegajoso por el calor del horno… y la tinta de sus eternos escritos, que se veía por entre medio de las uñas. ¿Qué hacía su hija en ese lugar?- volvía a preguntarse- cuando su carrera, su ingenio y ese talante de dama distinguida, aun entre medio de la naturalidad del trabajo del campo, le entregaban la posibilidad de tener todo lo que ella quería. ¿Qué suceso debía pasar para que la muchacha tomara las riendas de su vida y saliera del Campo Nueva Esperanza –nombre en honor a la última de las niñas Alegría- para poder hacer de ella lo que quisiera?
-Papá, ¿Porqué me miras tanto?- preguntó viendo en los ojos de Refugio algo nuevo que iba a pasar, ¿Tal vez el augurio de las noticias venideras?... pero en realidad eso no lo iba a reconocer sino mucho tiempo después del accidente
Y Refugio no pudo contestar. No porque más tarde no tuviera la respuesta, sino porque pudo apreciar, en el reflejo de la pupila de Sofía, que en realidad, no debía asustarla, No, ya no la iba a asustar más, porque pronto la respuesta a sus miedos tuvieron respuesta.
Refugio, cuando dormía plácidamente en el Bus de regreso a la Ciudad, sin ningún pensamiento preocupante, hacía cariño sin presura a la cabeza de Esperanza quien dormía apoyada en sus piernas. El padre cayó en un sueño pesado. A penas se volteó el bus, la pequeña Esperanza cayó en medio de los asientos, el asiento delantero se soltó y cuando Refugio se acercaba a la sonrisa diáfana de su esposa flotando en la bruma espesa de los sueños el golpe letal en el pecho lo desgarró de este mundo antes de que Esperanza despertara asustada por el brillo helado de la ambulancia recortado sobre el cielo oscuro.
enero 02, 2010
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